Domingo, 23 de noviembre de 2025. 18:30 horas. Bajo las luces prematuras de un atardecer que prometía tormenta sobre el sur de Madrid, el Estadio Coliseum se erigió, una vez más, como el escenario ineludible de nuestra penitencia. El Getafe C.F. esperaba al Atlético de Madrid en la jornada 13 de La Liga EA Sports, y sabíamos, desde el primer aliento, que esto no sería un partido de fútbol. Sería un juicio de hierro, una prueba de carácter en la que se decidiría si los puntos valían el precio de nuestro sufrimiento.
El Coliseum no es un campo de fútbol. Es una maldición. Es la tierra baldía donde el Atlético de Madrid va a purgar sus pecados estéticos y a recordar que su esencia no es la seda ni la filigrana, sino la raspa y el cartón piedra. Había una herida reciente y profunda: el recuerdo del año pasado, cuando aquí, en este mismo césped, se inició el desmoronamiento que nos dejó sin títulos. Ganar hoy no era solo sumar tres puntos; era sanar una cicatriz abierta.
Y en esta tarde de martirio, el Capitán, Koke Resurrección, alcanzaba una cifra que lo eleva a los altares: setecientos partidos con la camiseta rojiblanca. Una gesta de leyenda pura, una marca que ni los héroes de mármol del club de enfrente alcanzan. Y el equipo, su equipo, el de su vida, se dispuso a honrar esa trayectoria de la manera más dolorosa y auténtica posible: sufriendo hasta que dolieron hasta las pestañas.
I. La Asfixia: El Getafe, La Jauría y la Caída del Indestructible
El Getafe salió con un plan, y no era de fútbol, sino de guerra biológica. El equipo de Bordalás no juega al fútbol; practica el arte de la asfixia. La presión alta de los azulones fue un gas mostaza que inundó cada rincón del campo, aniquilando cualquier atisbo de creación. El Getafe se movía como un bloque, como una jauría de lobos hambrientos y coordinados, cerrando con precisión quirúrgica todas las líneas de pase hacia el mediocampo. Se mueve siempre en esa zona gris en sus entradas, al borde de la falta o falta pero complicadas de pitar tanto por ser así de grises como constantes, al menor contacto cuando ellos tienen el balón todo ese empuje desaparece y caen al suelo como bolos
Y enfrente, el Atlético se mostró terriblemente torpe. El balón no corría a ras de hierba, sino que parecía tener plomo dentro. Moría a cada toque, atrapado por el peso de los controles a la segunda y a la tercera. Apenas se vieron pases a la primera, lo que permitía a los lobos azulones caer sobre el poseedor del balón en manada. El equipo rojiblanco jugaba incómodo, sin tiempo, sin encontrar un solo metro limpio de oxígeno.
Y antes de que pudiéramos asimilar el ritmo de este calvario, el drama golpeó. Apenas se había completado el primer cuarto de hora, cuando Marcos Llorente, el Indestructible —que venía de encadenar todos los minutos de La Liga, demostrando un físico que desafía lo humano—, cayó fulminado. Un pisotón, un golpe fortuito que rompió la racha del soldado. A los 14 minutos, el motor, roto. El Cholo tuvo que envidar, metiendo a Griezmann, pero la moral del equipo y la banda derecha estaban tocadas ya que además contaba con la baja de Giuliano.
En medio del caos táctico, la defensa se batió en duelo. Giménez y Lenglet tuvieron que fajarse en un partido áspero y belicoso, puro duelo de fajadores en el área. Mientras tanto, en la portería, el sustituto Musso, se hizo grande en el juego aéreo, atajando los temores desde arriba y dando una necesaria dosis de alivio. Su actuación fue una de las pocas notas positivas de la primera mitad.
II. La Frustración, la Torpeza y el Muro de Soria
En ataque, la frustración crecía. El equipo era torpe en el último pase y muy poco listo para romper la trampa constante del fuera de juego que tendía la defensa azulona. La ocasión más clara fue un pecado capital: Nico González falló la ocasión que no se puede fallar, un cabezazo franco tras una gran jugada de estrategia. David Soria, el muro, detuvo el remate con la garra del que sabe que su equipo vive de esos milagros.
Julián Álvarez, el vértice del proyecto, el hombre que eleva el nivel de la plantilla, no encontró su chispa. Venía de una semana con molestias y se notó; trabajó, sí, pero sin presencia, y el equipo no pudo capitalizar su talento. El Atleti se dirigía, sin remedio, al empate sin goles, a la rendición.
Simeone, con los ojos de quien está acostumbrado a cruzar desiertos, entendió que no iba a haber estética. Tenía que haber necesidad.
III. El Chispazo del ‘Outsider’ y la Inmolación Final
El segundo acto se hundía en el lodazal, y el Cholo tomó decisiones quirúrgicas. Julián y, sorprendentemente, Koke, fueron sustituidos. Los cambios cambiaron la historia. Baena, el valiente que se movió por cuatro posiciones diferentes demostrando que «juega al fútbol donde lo pongas», asumió el liderazgo. Y apareció Giacomo ‘Jack’ Raspadori, el outsider que había esperado su momento, trayendo la picardía y la mordiente que el equipo necesitaba.
El Cholo había desmantelado el esquema, forzando un final frenético. Soria voló para detener un disparo con mala leche de Raspadori desde la frontal. El Getafe resistía, apoyado en la desesperación y en el recuerdo de aquella victoria que nos costó una temporada.
Corría el minuto 82 y el partido olía a desastre.
Entonces, la magia.
Baena, con la bota envenenada, se inventó un centro con el exterior, un balón de fe que atravesó el área. Raspadori, con la ambición de un hombre que sabe que solo tiene una oportunidad, la devolvió de primeras al corazón del área. Fue un balón con la etiqueta de gol, que no iba dirigido a la red, sino a la cabeza del miedo rival. Duarte, preso del pánico, se interpuso en la trayectoria para evitar el remate de Griezmann y la envió a su propia portería. ¡Gol! El gol feo, el gol sucio. El gol de bandido que solo sirve para rescatar tres puntos de un campo que te roba el alma, pero menudos tres puntos. Gloria
IV. Epílogo: El Larguero del Terror y la Confirmación del Credo
Y, por supuesto, no podía terminar sin el susto final, el clímax del terror que nos recuerda que somos atléticos. Nico, el mismo que falló la ocasión clara, se redimió sacando un remate de Milla bajo palos. Pero el verdadero pánico llegó en el descuento.
En el 95′, un centro al área en el último aliento. Arambarri, en un acto de rabia y desesperación, conectó una chilena. El balón voló, superó a Musso y se estrelló contra el larguero. El silencio fue un grito ahogado que duró una eternidad. Mientras el Coliseum se desgarraba, las cámaras enfocaban a Simeone, impasible, terminando de acariciar al gato de la victoria.
Fue un partido miserable. Fue una victoria épica. Una victoria que honra la gesta de los 700 partidos de Koke. La crónica no habla de dominio, habla de la supervivencia más absoluta ante la asfixia. Un 0-1 de esos que duelen, que curten y que, tal y como nos enseñó el Cholo, dan títulos. La victoria sobre el Getafe es la confirmación de nuestro credo: Y ganar, y ganar y ganar. Te recordamos, Luis.









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